No hay quien entienda el poder de las mamitas (pero cuando estan de buenas...)















Salí a compraruna libra de tomates a esa estrecha calle que por un par de cuadras toma la definición de mercado en el pueblo de Yotalla, Sucre, Bolivia.
La mamita estaba tan de buenas que me aumentó un par de rocotos y un pimiento de buen tamaño.
Pero ahí, precisamente, no terminó aquella ñapita, aumentito, Señora Yapa de Yotalla.
“Gringo, gringo”, me llamó a grandes voces una caserita de una tienda cercana, mientras extendía sonriente una bolsa con una libra de harina a modo de ofrecimiento.
Traté de explicarle que no la necesitaba, al menos no en ese momento, con la desconfianza propia de quienes sabemos que, a veces, las caseras bolivianas, como dice la María: “te cagan
o te cagan”.
Pero ella insistió que me la llevara nomás, haciendo ese gesto con la mano que algunas veces quiere decir “fuera” y otras “no hay”, pero que en este caso parecía traducirse en: “lleve, lleve, gringo”.
“Gringo, gringo”, llamó otra cholita en medio de una risa general.
Me regaló un par de yucas.
Y así fue como, a la voz de “gringo, gringo”, terminé rumbo a la casa con un mercadazo que apenas me
cabía entre los brazos, alegremente imbuido en esa sana hilaridad que cargan las mamitas.
Se especuló con que estaban enamoradas de mí, con que habían quedado impresionadas con aquellos enormes wairurus-protección que mi hermano Joaquín me había regalado aquel bendito día en que
finalmente me había decidído a lanzarme al Camino.
Se especuló con que sabían que estábamos en la casa de Charo, jujeña, vieja artesana de la zona, o que era amigo de Silvia, cordobesa, vieja artesana de la zona, madre y líder social. Se especuló con mi energía, la de Domingo Quispe, el calendario maya y hasta el horóscopo chino.
Pero la verdad verdad, purita verda, es que no hay quien pueda entender el humor de las mamitas
(pero cuando están de buenas…)

Texto: Tomás Astelarra
Ilustración: Julia Laro

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